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Cuando el rabino Michael Weisser y su esposa Julie se mudaron a Lincoln, Nebraska, huyendo de la persecución antisemítica que habían padecido en el este de los Estados Unidos, no podían imaginar lo que les esperaba: esta capital era la sede del Gran Dragón del Ku Klux Klan, una organización cuyo propósito es exaltar a la raza blanca a expensas de las demás razas, entre ellas la judía.1

Los Weisser empezaron a recibir literatura racista y llamadas telefónicas obscenas. Y ante cada amenaza, iban poniéndoles cada vez más candados a las puertas y vigilando las entradas y salidas de sus hijos.

Hasta que un día se cansaron de vivir prisioneros en su propio hogar. Se propusieron ganarse al enemigo con el amor. El rabino empezó a dejar mensajes de paz en la máquina contestadora del teléfono del Gran Dragón.

Y, ¿quién era este Gran Dragón, este rey del odio? Un pobre desgraciado, llamado Larry Trapp, al que le habían amputado ambas piernas hasta la rodilla por causa de la diabetes, y que vivía confinado en una silla de ruedas. Un hombre abandonado de niño por su padre y que tras dos matrimonios fracasados vivía solo.

El rabino se pasó todo un año dejando aquellos mensajes bondadosos, hasta que un día, el amor perdonador del rabino y su familia logró derribar la muralla de odio que había construido Larry Trapp en su entorno. Cuando Larry Trapp estaba en su lecho de muerte, los Weisser lo recibieron en su hogar y lo atendieron hasta que murió. ¡Otro milagro del amor y del perdón!

Durante los últimos años ha habido un gran interés en el poder restaurador del perdón. Por ejemplo, el poder del perdón para abrirle el paso al amor y a la sanidad emocional y aun física, se viene estudiando por la comunidad científica desde finales de la década de 1980. Existe en la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos, el Instituto Internacional del Perdón, fundado en 1994. Los cerebros más privilegiados se dedican a dilucidar los misterios de un acto capaz de reconciliar a enemigos de por vida, librar del odio a un corazón lacerado por el abuso, y aun sanar una enfermedad física.

En Sudáfrica, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, bajo el liderazgo del arzobispo Desmond Tutu y respaldada por el gobierno de Nelson Mandela, logró evitar años de represalias entre blancos y negros mediante un proceso de confesión y amnistía. Y el interés por perdonar no se limita a las naciones cristianas. En el Japón, hace unos años, el primer ministro pidió disculpas al pueblo coreano por las masacres de años pasados.

¿De dónde nace el poder sanador del perdón? El poder del perdón proviene de un Dios perdonador. Cuando la primera pareja cayó en pecado y ofendió a su Creador, Dios tomó la iniciativa para subsanar la relación quebrantada. En un acto de amor y de gracia infinitos, se ofreció a sí mismo mediante su Hijo, Jesucristo, para pagar el precio de la ley transgredida. Esa ley, la ley de la vida, debía repararse con la vida de alguien, y ese alguien fue el inocente Cordero de Dios, Cristo. Este acto perdonador había de servir por siempre a los seres humanos como ejemplo de la actuación del perdón en la vida de todo creyente. Así como el perdón de Dios construyó un puente entre el cielo y la tierra, el perdón que yo le ofrezco a quien me haya injuriado llega a ser el puente a través del cual volverán a pasar los actos de bondad y de amor entre mi prójimo y yo.

El perdón está al centro de la religión cristiana, pero el perdón es la virtud cristiana más difícil de practicar, precisamente por su capacidad de hermanarnos con lo divino. Podríamos definir el perdón como el ejercicio humano de una virtud divina. No deseamos perdonar a una persona que nos ha insultado, pero la invitación divina es perdonar, así como nosotros hemos sido y seguimos siendo perdonados por un Dios misericordioso.

¿Por qué deben perdonar los cristianos?

1. Porque servimos a un Dios perdonador: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). Dios no esperó a que nosotros le pidiéramos perdón, sino que, en un acto de gracia, pagó el precio que nosotros, por ley, debíamos pagar. Y no nos perdonó solo una vez, sino que nos sigue perdonando gracias a la sangre derramada de Cristo Jesús. Dice el salmista: “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados” (Salmo 103:10, 14).

2. Porque al aceptar a Cristo como nuestro único Señor y Salvador, somos transformados en nuevas criaturas: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17) Ahora lo que nos dictan las tradiciones y la herencia cultural tiene que pasar por el cedazo de la nueva criatura hecha, no ya a la imagen de lo que impone la sociedad, sino a la imagen de Cristo, Dios con nosotros. La vivencia de Cristo en el cristiano es lo que dicta la forma en que tratará a la esposa, a los hijos, al compañero de trabajo o de la escuela. Y el Espíritu Santo, que reemplaza al espíritu humano vengativo y orgulloso, actúa en nosotros para sustentar la nueva creación en el camino del amor.

3. Porque al constituirnos en nuevas creaciones, Dios nos asigna el ministerio de la reconciliación: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Corintios 5:18). Este ministerio no se limita a traer a las almas perdidas a los pies de Jesús. Incluye arreglar cuentas con las personas a quienes hemos ofendido o que nos han ofendido a nosotros.
¿Qué nos enseña la Biblia acerca del perdón?

1. Dios es amor. En primer término, la Biblia nos dice que nuestro Dios no se cansa de perdonarnos. Cuando se manifestó a Moisés en el desierto, reveló su carácter de la siguiente manera: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado” (Éxodo 34:6, 7). El Dios del Antiguo Testamento es el mismo que se manifestó en el Nuevo Testamento mediante Jesús de Nazaret, un Dios de misericordia y compasión, y sus hijos han de reflejar ese carácter santo.

2. La confesión. La confesión es la antesala del perdón. Para que haya una confesión, debe haber un reconocimiento del mal cometido. Esto también se aplica a nuestras relaciones con los demás. Este principio se encuentra en el Salmo 32: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día… mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová, y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (vers. 1, 3, 5). También hemos de tener la valentía de confesar nuestras ofensas a quien hayamos ofendido. La oración modelo de nuestro Señor Jesucristo nos recuerda la relación que existe entre recibir el perdón de Dios y perdonar al prójimo: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (S. Mateo 6:12).

3. No se perdona solo una vez. Dios no nos perdonó solo una vez, aún nos sigue perdonando. Por eso, debemos ser pacientes con los que nos ofenden: “Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento, perdónale” (S. Lucas 17:3, 4). Peter Ustinov ha dicho que el amor es un acto de perdón perpetuo. Si Dios tiene paciencia conmigo, yo he de tener paciencia con el prójimo.

Es necesario señalar la diferencia entre perdonar y reconciliarse. Siempre hay que perdonar, aunque no siempre pueda haber reconciliación. Por ejemplo, volver a vivir con el ofensor, en casos en que peligra la vida de la víctima. Tal vez no se pueda volver a la misma relación de antes, así como en el caso de Dios con el antiguo pueblo de Israel, pero siempre se puede perdonar, es decir, librar al ofensor de su deuda y respetar su deseo de no seguir en la relación. ¿Cómo puede ser esto? Porque el perdón libera a la víctima del odio y el resentimiento que tarde o temprano tendrán su efecto nefasto en la mente y en el cuerpo.

4. El perdón sana. Para Jesús, el perdón y la sanidad del ser humano eran lo mismo, tal como se revela en el caso del paralítico a quien Jesús dijo al sanarlo: “Tus pecados te son perdonados” (S. Mateo 9:1-7).

El Dr. Bernie Siegel, oncólogo y autor del libro Del amor, la medicina y los milagros2cuenta la historia de una paciente suya, desahuciada, a quien el cáncer había invadido casi todo el cuerpo. Ella se fue a una cabaña que tenía cerca de un lago en las montañas y allí, rodeada de aquella belleza natural, empezó a pensar en todas las personas que la habían ofendido: su ex esposo, su padre, una hija, etc. Eempezó a escribir los nombres de cada persona y cuando terminó, se puso de pie en frente del papel y declaró: “¡Los perdono a todos!”

De pronto sintió una fuerza que no había sentido en un año o más. Hasta la fecha apenas había podido caminar de la mesa hasta el refrigerador, pero según iban pasando los días tenía energía para salir a caminar, y cuando logró darle la vuelta completa al lago, llamó al Dr. Siegel para rogarle que le hiciera las pruebas para ver si todavía tenía el cáncer. Y cuando volvieron las pruebas, éstas revelaban que el cáncer había desaparecido por completo.

El aprendizaje del perdón es un desafío diario que, gracias a Dios, no tenemos que afrontar solos. Jesús les prometió a sus seguidores antes de volver al cielo: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (S. Mateo 28:20), una promesa que usted y yo podemos reclamar frente a los grandes y pequeños desafíos del diario vivir.

1 Katherine Watterson, Not by the Sword (Nueva York: Simon & Schuster, 1995).
2 Bernie Siegel, Love, Medicine, and Miracles (Nueva York: Harper, 1986).

por Lourdes Morales-Gudmundsson