“Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hech. 22:16).

Estas palabras forman parte de la primera vez que Pablo relata su conversión. Ya tenía un recorrido trazado como cristiano, sin embargo, no siempre fue así. La Biblia no oculta nada del pasado de Pablo, antes conocido como Saúl. ¿Es esto algo bueno o malo? ¡Buenísimo! Si alguien con un pasado como el de Pablo pudo ser hallado por Cristo, ¡hay esperanza para nosotros!

El primer cristiano en morir por su fe se llamaba Esteban. Fue uno de los primeros diáconos; un hombre lleno del Espíritu Santo y de sabiduría” (Hech. 6:3). La influencia de Esteban y los diáconos era reconocida por la comunidad en Jerusalén, incluso “muchos de los sacerdotes obedecían la fe” (vers. 7). Sin embargo, Saulo estuvo involucrado en la muerte de Esteban. No fue un mero
espectador, más bien, con la autoridad concedida a él por el Sanedrín, supervisó y aprobó la muerte de Esteban (vers. 58, 60). La descripción de lo que sigue en la vida de Saulo puede hacer que calofríos surquen nuestra espalda: “En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles. Y hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él. Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel” (Hech. 8:1-3). Saulo maltrataba, atacaba y destruía a cuanto cristiano pudiera apresar.

Hasta ese momento el radio de acción de Saulo se había restringido a Jerusalén y sus alrededores, pero eso no le bastaba a Saulo. “Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén” (Hech. 9:1, 2). Damasco se hallaba a unos 225 kilómetros al norte de Jerusalén. Era un viaje cansador, sin embargo, sus amenazas y ansias de muerte hacia los cristianos eran combustible más que suficiente para Saulo. Él era un hombre convencido y determinado en destruir a la Iglesia cristiana. ¡Qué historia! ¡Qué referencias! Es muy tentador tratar de ocultar un pasado de esa naturaleza. Cristo sale al encuentro de Saulo y, camino a Damasco todo cambió para este perseguidor de la Iglesia. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Él, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hech. 9:4-6). “Entonces Saulo se levantó de tierra, y abriendo los ojos, no veía a nadie; así que, llevándole por la mano, le metieron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió” (vers. 8, 9). ¿En qué habrá pensado Saulo en esas 72 horas? Quien perseguía había salido a su encuentro con poder. Todo lo que alguna vez consideró correcto estaba siendo desafiado por el encuentro que tuvo con Jesús. Existía, era real… ¡desaprobaba su accionar! ¿Qué cosas habrán pasado por la mente de Saulo esos tres días?

Dios no permitiría que transcurrieran más que tres días. Pensar demasiado en sus errores en el pasado no podía extenderse para siempre, ni tampoco le haría bien a Saulo. Con esto en mente, el Señor le envía a Ananías, un discípulo que vivía en Damasco (vers. 10). Él debía visitar a Saulo para que recuperara la vista y se preparara para ser un instrumento valioso en las manos de Dios. ¿Cómo habrá recibido esta tarea el discípulo Ananías? Al menos tuvo un pequeño reparo que fue contestado de inmediato: “Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre. El Señor le dijo: Vé, porque  instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hech. 9:13-15). Esto fue suficiente para Ananías. ¿Quién era él para darle más credibilidad a la reputación de Saulo que a la apreciación de Dios respecto a él? Cualquiera haya sido la reputación de Saulo, su pasado y sus acciones, la orden del Señor bastó para que Ananías obedeciera. Lo primero que le dice a Saulo: “Hermano” (vers. 17). ¡¿Hermano?! Quien hace poco perseguía y mataba a cristianos… ¿hermano? Así es. Cuando Dios nos declara dignos de estar en su presencia, de servirlo, de ser transformados por él, ya somos parte de su familia; somos hijos de Dios y cada cristiano es nuestro hermano y hermana. Ananías entendió esto y para él fue
suficiente. ¿Pero qué de Saulo? El capítulo 9 nos indica que “al momento le cayeron de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista; y levantándose, fue bautizado” (vers. 18). Sin embargo, pareciera que Saulo tenía una duda que, luego, él mismo comparte con nosotros. En Hechos 22 hayamos algo más que Ananías debió decirle a Saulo. Debe haber marcado una gran diferencia para él, ya que cuando narra por primera vez su conversión, incluye estas palabras: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hech. 22:16).

Algo vio Ananías en la mirada de Saulo. Pudo ver a un hombre que todavía luchaba con su pasado, con la reputación que él mismo se había construido. ¿Por qué te detienes? ¿Por qué? ¿Es suficiente un pasado de errores y de, incluso, ataques en contra de Dios para no poder acercarnos a él? Tal vez, por un momento, esa idea se cruzó por la mente de Saulo. Con profunda convicción Ananías profirió esta pregunta y lo llamó a la acción. ¿Tenía razones Saulo para “detenerse”? Sí. ¿Eran suficientes para quedar fuera del alcance de la gracia de Dios? No. ¿Su pasado le generaría algún problema en su ministerio como discípulo de Jesús? En un plano realista y humano, probablemente. Pero, cada uno de estos “por qué”, ¿le impedía levantarse y bautizarse, comenzar una nueva vida? Por intermedio de Ananías, Dios le confirmó a Saulo que no, ¡claro que no!

Podemos tener muchas razones para acercarnos a Jesús y para detenernos justo antes de entregarle nuestra vida. ¿Por qué te detienes? Puedes tener toda una lista… y “muy convincente”. Sin embargo, tal como Dios ve las cosas, una lista de “por qué” no impide que su gracia te alcance, y que puedas levantarte, bautizarte, lavar tus pecados, invocando su nombre. Dios invitó a Saulo y él aceptó. Hoy, Dios te invita a ti. ¿Aceptarás? ¿Dejarás tus “por qué” a los pies de Jesús? Levántate, bautízate; el perdón y la gracia de Dios lo hacen posible.