“El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:8).

“¿Cómo estás?”, preguntamos. La mayoría de las veces escuchamos solo una respuesta: “Bien”. Pareciera que es importante para el ser humano estar bien o, visto de otra manera, no estar mal. Si ampliamos esta tendencia básica, también podemos ver que se aplica a la conducta. Incluso quienes han errado harán lo imposible para minimizar el impacto de su mala conducta ante la opinión pública. Pareciera que hay algo en el ser humano que le indica que le corresponde el bien, no el mal. En nuestros esfuerzos por ser buenos, realizamos buenas obras. Nada malo en aquello. Sin embargo, pareciera que eso no basta para los momentos donde las cosas andan mal. Cuando esos momentos oscuros llegan nos preguntamos de qué sirvió “portarse bien”. Si ser bueno no garantiza la ausencia de problemas, ¿entonces por qué intentarlo? En ese escenario, muchos han optado por abrazar la ética en donde “el fin justifica los medios”. Cuánto más si se trata de alcanzar la salvación, soy bueno, no le hago mal a nadie, creo que merezco eso y mucho más.

La Biblia nos presenta la vida de un hombre que era bueno. Hizo muchas cosas admirables, pero llegó el momento en su vida en donde se percató que nunca podría alcanzar el bien último que le daría paz. Percibió que la conducta intachable que llevaba igualmente lo dejaba “al debe” si se comparaba con Dios. ¿Qué sucedió con él? ¿Se desesperó? ¿Se deprimió? ¿Se molestó con Dios?

Veamos su historia. El relato de su vida aparece resumido en dos lugares de la Biblia: 2 Reyes 22 y 2 Crónicas 34. En este caso, seguiremos los detalles que nos entrega el cronista. Los primeros versículos (vers. 1, 2) nos informan de que “hizo lo recto”, incluso al reinar desde los ocho años de edad. Pareciera que un niño de esa edad ya sabe distinguir entre lo bueno y lo malo.

En el año octavo de su reinado (cuando ya tenía 16 años; vers. 3) procuró buscar a Dios con mayor dedicación. En la historia de Judá había suficientes reyes antes de él, tanto buenos y malos, que le podían servir de referencia. Él eligió la mejor referencia posible: el rey David, “su padre”; su gran antepasado. Al seguir ese buen ejemplo, erradicó mucho de lo que correspondía a la idolatría que se había introducido en la vida diaria de su pueblo. (Leer y destacar algunos hitos de los vers. 4-7.) Algunos reyes antes que él ya habían hecho algunas reformas similares. Él estaba siguiendo ese ejemplo. Esto nos demuestra que se puede servir y hacer las cosas bien si nos disponemos a hacerlas. Sin embargo, en el año 18 de su reinado (con 26 años de edad), decide avanzar un poco más en la búsqueda del bien para él y para su pueblo. Contento con haber “limpiado la tierra y la Casa” (la nación de Judá y el Templo; vers. 8), decide que la Casa de Dios necesitaba ser reparada. No sería el primero en reparar la Casa de Dios, pero era algo que él aún no había realizado. No resulta extraño que, a medida que avanzaba en edad, al igual que en sus buenas acciones, Josías sintiera que algo más debía ser hecho.

Como seres humanos nos sucede lo mismo. En nuestra búsqueda por el bien, o por estar satisfechos con nosotros mismos, llegaremos a sentir que algo más falta para que nuestra vida esté completa. Ellen White señaló: “La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero no tienen poder para salvarnos. Pueden producir una corrección externa de la conducta, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida” (El camino a Cristo, p. 18). Tal vez esta declaración explica, en parte, la constante búsqueda de Josías. Al mismo tiempo nos transmite una gran lección. Si para estar bien dependemos de las buenas acciones que realizamos, ¿cómo podríamos estar bien cuando erramos o simplemente nos faltan las fuerzas para la “próxima buena obra”. Veamos cómo la experiencia de Josías nos ofrece una respuesta. Dios tenía preparada una sorpresa para el rey Josías. En su buena iniciativa de reparar el templo, él estaba dándole una oportunidad a Dios para que se revelara con mayor claridad. En medio de la logística necesaria para la reparación del templo, sucedió algo inesperado: “Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová, el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por medio de Moisés” (2 Crón. 34:14). Este hallazgo presentaría tanto un desafío como una oportunidad para el rey.

El libro de la ley llegó a manos y oídos de Josías por medio del escriba Safán: “El sacerdote Hilcías me dio un libro. Y leyó Safán en él delante del rey. Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos” (vers. 18, 19). ¡Qué respuesta de Josías! En su encuentro con Dios por medio de su ley abrió los ojos de rey a una gran verdad: todo lo que había hecho, aunque bueno, jamás alcanzaría el alto ideal de Dios. Percibió que no bastaba con hacer cosas buenas. Por mucho que tenía una historia impecable, aún sintió su indignidad al percibir la santidad de la voluntad de Dios. ¿Qué hacer? Josías buscó la orientación de la profetisa Hulda: “Andad, consultad a Jehová por mí y por el remanente de Israel y de Judá acerca de las palabras del libro que se ha hallado; porque grande es la ira de Jehová que ha caído sobre nosotros, por cuanto nuestros padres no guardaron la palabra de Jehová, para hacer conforme a todo lo que está escrito en este libro. Entonces Hilcías y los del rey fueron a Hulda profetisa, mujer de Salum hijo de Ticva, hijo de Harhas, guarda de las vestiduras, la cual moraba en Jerusalén en el segundo barrio, y le dijeron las palabras antes dichas” (2 Crón. 34:21, 22).

La respuesta de Hulda fue doble: una parte para el pueblo, que se obstinaba en pecar (vers. 23-25); otra, para el rey. Leamos: “Mas al rey de Judá, que os ha enviado a consultar a Jehová, así le diréis: Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oír sus palabras sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos y lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová. He aquí que yo te recogeré con tus padres, y serás recogido en tu sepulcro en paz” (2 Crón. 34:26-28). Hulda no le respondió: “No te preocupes, tú te has portado bien, así que tus buenas obras cancelan tus faltas”. Es significativo que, ante la consulta sincera de Josías, Hulda lo anima y apunta hacia su actitud delante de Dios: humilde y arrepentido. La ley de Dios permitió que Josías percibiera que nunca alcanzaría a ser lo suficientemente bueno, y a que reconociera su necesidad
de Dios y de su perdón. Debemos entender algo: hacer lo correcto y obrar justamente es siempre mejor que vivir haciendo el mal. Sin embargo, cuando aún nuestra buena conducta no logra darnos paz, Dios nos recuerda que ese no es el camino, y que debemos confiarle nuestras faltas y fracasos a él. Él nos da la paz que nuestras acciones jamás podrán. Por eso existe la ley de Dios. La ley de Dios viene a ser como un espejo que nos permite mirar francamente nuestra realidad y percibir lo bueno y lo malo. Muchos señalan que es imposible guardar toda la ley de Dios. No están equivocados… en parte. En nuestro estado caído y pecaminoso, naturalmente fallaremos al intentar alcanzar la ética de Dios. Sin embargo, guardar la ley también significa reconocer el diagnóstico que ella hace de nosotros: hemos errado, pero, si lo reconocemos, hay un Dios dispuesto a perdonar. Esto último si está a nuestro alcance. ¡Reconocer que Dios nos ofrece su ley como un recordativo de que podemos confiar en él es un gran regalo!

Debemos tener claro que la Ley no nos otorga la salvación, sino más bien nos conduce a ella, queriendo hacer siempre la voluntad de Dios. Esta nos libra de tantas cosas a las que hoy estamos tan expuestos: idolatría, falsa adoración de imágenes, exceso de trabajo, mala relación con nuestros padres, asesinatos, infidelidad, robo, problemas de relacionamiento, envidia. Nuestro Dios quiere
librarte de todo eso, y aunque pienses llevar una vida perfecta, te darás cuenta que más cerca de Dios te verás más imperfecto, y con deseos de estar a cuentas con Él. Para ser salvo no necesitas simplemente ser bueno, mas hacer la voluntad de Señor, creer en Él, seguir sus consejos, y a través de Él reconocer tu condición, confesar tu pecado, arrepentirte, y entregar tu vida a Él, que está dispuesto a recibirte.

¿Has intentado vivir asumiendo que Dios existe, pero sin reconocer tu necesidad de él? Hasta un buen hombre como Josías vio como la ley de Dios lo libró de una de las interrogantes que lo acompañaba desde pequeño: “Si me porto bien, ¿por qué sigo sintiendo que falta algo?” Tal como ocurrió con él, la ley de Dios te puede liberar del engaño de confiar en ti mismo; te recordará
tus límites y te conducirá a quien desea darte paz. “Guardaré tu ley siempre, para siempre y eternamente. Y andaré en libertad, porque busqué tus mandamientos” (Salmos 119:44, 45).